Primer contacto.

Esta es la precuela de la historia que hoy mismo he empezado y que pretendo continuar. Si quieres que te avisemos de la publicación de un nuevo capítulo, solo necesitas introducir tu email a la izquierda del texo. De ese modo recibirás el enlace en tu correo.

martes, 4 de marzo de 2014

El Callejón de los Bohemios (introducción)

     El gordo de mi clase era cleptómano. Hoy todavía creo que todos los rechonchos de piel morena y grasienta, que se cruzan en mi camino, tienen la honradez distraída.
Quizás no me dejen en muy buen lugar estos prejuicios. Seguramente no pegue para nada en alguien como yo; alguien que frecuenta cada tarde el callejón de los bohemios…pero lo reconozco, sigo pensando que los gordos de piel oscura, de esa que parece sudada o aceitosa, son gente de muy poco fiar. A mis cuarenta aún no he conseguido superarlo.
     Sí, a ese lugar voy a buscar la necesaria vida social, a la calleja que acoge las mesas del café de los artistas. Ese lugar donde casi todos quieren aparentar lo que no son y solo un pequeño sector realmente son lo que parecen ser.
     Algunos van de medio hippies, otros de eso, de bohemios, unos pocos de artistas o artistazos y, a la mayoría, no sabría como llamarlos… ¿Guays?  Sí, les llamaré guays. Muchos de estos últimos van de naturalistas, veganos, ecologistas…hay de todo.
     Uno de los clientes mas veteranos es Jorge. Fue por primera vez al café hace veinte años y es de mi edad. Esa vez se “llevó al huerto” a una canadiense diez años mayor.
     Desde ese primer día dedujo que ahí era donde se recogían las hortalizas con más facilidad y, por eso, aún no ha dejado de frecuentarlo.
En aquellos años noventa llegaba siempre solo y recién duchado, cada viernes y cada sábado. A menudo con la cartera bien llena. Siempre seguía el rollo a todos esos ególatras pero solo como tapadera. Sus pretensiones eran muy distintas. Solo iba a lo que iba.
     Yo lo recuerdo así y así sigue siendo actualmente. Es como actúa las pocas veces que en estos momentos nos visita. Conversa con todos, a nadie dice nunca un no. A ninguno contraria jamás pero, mientras hace gestos de afirmación para aparentar estar muy metido en la conversación, su ojo está puesto en el siguiente objetivo.
     Así conoció a Itziar. Aquella vasca de pelo a rastas amante de la capoeira y la antropología. O a la pícara Virginia, que no tenía nada de virgen y mucho de esas antiguas artes del pillaje y el engaño.
Otro de los asiduos a aquel café es Carlos, el más veterano. Éste iba en los noventa como Jorge, pero también lo hizo en los ochenta, e incluso desde la apertura, allá por 1975. Carlos es el típico filósofo.         También cantautor. Sí, uno de esos de barbas blancas. De esos los había y aún los hay por todos los rincones del Estado.
     El cantautor bohemio suele hablar mucho de sí mismo, pero nunca ha contado lo que vivió antes de aquella primera vez que se le vio por allí. Nadie sabe nada de como era su vida anterior a ese año. Sólo cuenta lo que le apetece y parece ser que su pasado no le enorgullece demasiado.
     Pese a tanto misterio Carlos sí es un ser con chispa, alguien realmente creativo. No es muy envidiado entre tantos fanfarrones y pretenciosos, creo que por su respetable edad. La verdad es que todos reciben con buen agrado una nueva poesía o composición suya. Cuando se lleva la guitarra hasta guardan silencio para no molestar.
     Si hablamos de filósofos, no podemos olvidar a Enrique. Éste es diez años menor que Carlos, andará por los cincuenta  pero no tiene nada que ver con él.
Enrique, cuando empezó a venir, parecía un superhombre, un verdadero artista y pensador. Lo pareció mientras contaba los éxitos que supuestamente cosechaba, sin embargo todo era mentira. No es para nada tan buen pintor como decía ser y sus cuadros supimos, nada más verlos, que nunca habrían llegado a ningún sitio. A ninguno salvo a un contenedor de basura cuando alguien decidiera tirarlos.
      Lo que pasa es que Enrique sí es un maestro en algo; lo es en retórica y capacidad de halagar. Hoy aún tiene quién le escuche en el Café, quizás porque a alguna gente le atraiga solo el optimismo y la energía positiva. Muchos salen de casa con el único afán de encontrar buenas caras y ganas de vivir. Él, aunque no aporte mucha valía ni sinceridad, desparpajo y alegría no le faltan. Yo siempre he pensado que si Enrique se encuentra tan a gusto allí dentro, es porque no se da cuenta de lo que realmente pensamos de él.
      Un día hablé de esto con Carlos, de Enrique. No opinaba lo mismo que yo. Pensaba que sí se conocía a si mismo, que sabía de su reputación. Que precisamente era por eso por lo que aparentaba no saberlo  y prefería llegar con la sonrisa de oreja a oreja. Esa elocuencia e intrusa felicidad le permitían evitar su gran miedo: quedarse totalmente solo.
      Carlos, el cantautor, si es para mí un ejemplo a seguir y un gran consejero. Casi siempre hago caso a lo que me dice y, lo que más le pregunto, es sobre las personas. Él tiene una especie de don para saber de qué pie cojean sus semejantes. Por eso le pedí muchas veces opinión sobre Olvido, mi gran amor.
      Conocí a Olvido también allí. Yo llevaría unos tres años de cliente habitual cuando ella apareció. Por aquellos lares no era, ni es, muy corriente que una chica de unos veintitrés años entre sola en un bar. Pero eso hizo el primer día y todos los siguientes.
       Esa primera vez que nos visitó no fui capaz de hablarle, ni siquiera en varias semanas, pero me gusto desde el primer momento. Por fuera tenía todo lo que me atrae, por dentro quizás también. Pero muy en el fondo no. Cuando se penetraba en las entrañas de su personalidad perdía mucho, quizás todo.
       Tenía esos ojos que a mí me chiflan. No tienen por qué ser grandísimos, ni super expresivos. Tampoco los populares azules o verdes. Los suyos eran distintos y eso es lo que realmente me gustaba. Eran muy rasgados. Solo en el exterior, a la luz del día, se abrían un poco y tomaban una forma mas redondeada. Aunque haya muchos de ellos tan rasgados en el mundo, los suyos eran diferente y su mirada muy especial.
No sabría explicaros su expresión, pero daba la impresión que ella pensaba de otra forma. La chica de mis sueños y mis pesadillas vestía siempre igual, siempre de marrón o gris, con ropa amplia, evitando mostrar sus formas. No parecía muy delgada, pero tampoco muy gruesa, quizás fuese esbelta pero nunca pude saberlo. Me enamoré solo de su cara; su mirada arcana y sus ojos.
       Por la piel blanca que cubría su rostro y sus manos (no la vi en ningún otro lugar de su anatomía), deduje que nunca había tomado el Sol. Su pelo cobrizo creo que jamás visitó una peluquería pero, no siempre estaba igual, a veces se tornaba espigado y voluminoso, perjudicado notablemente su imagen.
       Luego vino la etapa en que pude conocerla. Fue aquel día que la vi portando un saxo. Uno de esos japoneses buenísimos. No podía desaprovechar la oportunidad de intentar entablar conversación con ella pues llevaba uno de los instrumentos más deseados por mí. Yo sabía todo sobre esa marca y ese modelo en particular.
      Cuando ocurrió ese primer encuentro ya llevaba varias semanas prendado de ella, la había idealizado por completo. Ahora pienso que en realidad estaba enamorado de sólo dos cosas. Una era ese avatar imaginado en los entresijos de mi mente y la otra, sus ojos. Había hecho un cover de la chica de mis sueños con la identidad de Olvido.
       En ese primer encuentro, también en los siguientes, me agradó su personalidad distante y rara. Siempre me ha atraído la gente extraña, quizás porque nunca me encontré a gusto en este mundo tan superficial.
La curiosidad por escudriñar en su persona hizo que, durante muchos meses, cada vez me colara más por ella. Me parecía una chica con inquietudes y mucho que dar pero, a partir del año, cuando ya estaba totalmente rendido a sus pies, empecé a conocerla.
      Olvido era una persona especial. Sí, pero toda llena de odio. Su alma estaba herida por algo que nunca me contó. Indagando más en ella descubrí que no tenía proyectos, ni ilusión alguna. Sólo vivía ansiando justicia, o lo que para ella suponía justiciar no se sabe qué.
      Durante un tiempo y basándome en su indumentaria nada sugerente, creí que fue una adolescente marginada y llena de complejos. Pensaba que sus compañeros se habían burlado de ella, acometiendo contra su físico. Pero ese rencor iba mas allá, era mucho más hondo. Su perversión me desbordaba.
      Ya me lo había dicho en varias ocasiones el viejo Carlos: “Esa chica tiene algo que no me gusta”. Pero yo seguía en mis trece y así estuve tres años. Así seguí hasta que ese personaje ficticio se fue al fin esfumando. Así se extinguió Olvido de mi corazón o de donde sea. Primero se perdió la persona y luego ese avatar creado por mi mente.
      Hoy sigo dejando pasar mi tiempo aquí. En este café y en la pequeña calle que acoge su terraza. Muchas cosas no han cambiado; de vez en cuando aparece el mujeriego Jorge con su escopeta cargada, pero mucho menos asiduamente. Está claro que a nuestros cuarenta, no hace falta reponer tantas veces las repisas de la lujuria.
      Seguimos viniendo casi todos. Los grandes ausentes son en realidad todos esos que aportaban algo de algún modo y que el Cielo los llamó. Digo el Cielo porque para mí, un ausente o alguien que se puede echar en falta, es sólo alguien que tenga auténtica bondad; sin necesidad de aparentarla. Para mí, los malos nunca son dignos de ser echados de menos.
      Un día, hable de la maldad y también del odio con Olvido. Fue cuando nuestra relación de amistad se estaba deteriorando por completo. Digo amistad, porque nunca llegamos a nada más. Aunque quizás amistad tampoco sea el término correcto.
       Le dije que no debía odiar, que odiar no es bueno, ni natural. Es más, osé en decirle que odiar es de locos. Ese día, tras estas mis palabras, Olvido volvió a sorprenderme, pero ahora gratamente. Fue agradable su respuesta porque no manifestó la menor ira. Su contestación fue corta, contundente y serena.
      “Odiar no es raro, lo raro es que haya gente que actúe de tal forma, que merezcan ser odiados”
Ésta fue su frase, lo único que contestó, no dijo nada más. Esa vez mi Olvido sí dejo en mí un buen sabor de boca. Incluso me hizo reflexionar.
        Es lo que estoy haciendo ahora, reflexionar o…¿Habré vuelto a pensar en ella?
¡Mira que si aún queda algo de aquel amor chiflado!